vientosur.info. Isa Álvarez Vispo.- Vivimos días en los que el campo llena titulares y pantallas. Se repite que el campo está enfadado. Lo primero a destacar sería que no hay un campo en singular, sino muchos campos que se están movilizando. Si a una gran empresa multinacional la amenazaran con cortar suministros externos de los que depende, toda la empresa se enfadaría, pero la situación de los propietarios de esa empresa y la de las personas trabajadoras serían distintas. Mientras las personas propietarias estarán preocupadas por no perder, las trabajadoras estarán preocupadas por sobrevivir.
La capacidad de resistencia y de afrontar las crisis no es homogénea y está atravesada por múltiples ejes, empezando por el capital, el poder de decisión y el de maniobra que tiene cada una. El medio rural y en el sector agrícola-ganadero europeo no son una multinacional pero cuentan con distancias y desigualdades de poder similares. Por eso, en algunos países, como Francia o Alemania, las organizaciones campesinas se han preocupado de visibilizar que en estas movilizaciones no todo es lo mismo, que hay intereses de grandes empresas, la patronal agraria, peleando para no perder y mantener macroproyectos, mientras ellas buscan sobrevivir con vidas dignas.
Insisten en que a pesar de que se están movilizando en las mismas fechas y que todas son parte de lo que sucede en los campos, no van de la mano. Así, mientras ellas reivindican una seguridad social agraria, ingresos dignos y una alimentación que sostenga personas y enfríe el planeta, otras buscan el mantenimiento de un modelo que solo alimenta intereses extractivistas y que éstos se sostengan con dinero público. Además, a caballo entre las grandes empresas y el pequeño campesinado hay otras producciones de tamaño mediano que, sin ser gigantes, ya no se identifican ni con lo pequeño ni como campesinas. Abrazaron el discurso de lo grande como objetivo, pero esa escala no es más que una ilusión y su capacidad de maniobra no es la de quienes cuentan con gran capital. Son producciones que facturan muchos euros, pero esclavas del modelo, muy endeudadas y con poco margen de decisión.
En medio de todos estos malestares, la derecha y extrema derecha buscan pescar y los grandes sindicatos agrarios buscan el mal menor. En este país, ha faltado tiempo para que afloren los titulares que digan que la culpa de todo la tiene la ecología, como si el cambio climático no existiera y las políticas de la UE fuesen ecologistas. La misma UE que a finales de 2023 aprobó continuar usando glifosato. La realidad es que los problemas del sector tienen su germen en un modelo y unas políticas agrarias que lo han llevado al límite. Un modelo que ignora las necesidades y capacidades de la tierra y los ecosistemas, generando ilusiones a golpe de insumos. Un modelo orientado al mercado global y totalmente dependiente de subsidios que no da más de sí. La energía ya no es barata ni para producir ni para transportar los productos a miles de kilómetros e incluso los números de la PAC tienen límites.
El tratado Mercosur tan nombrado estos días es una gota más en un vaso muy agitado. El cambio climático está haciendo caer las ilusiones y marcando los limites en la artificialización del medio. Sequías, lluvias torrenciales y/o temperaturas anómalas no pueden gestionarse a golpe de dron. Mientras el cambio climático da bofetadas y genera inestabilidad al sector, la UE pretende vestirse de verde y aplicar alguna medida que justifique hablar de sostenibilidad, pero sin un plan real que acompañe una transición y sostenga el mientras tanto. Todo esto genera enfados, enfados en la agroindustria que produce los insumos, enfados en quienes se saben dependientes de ellos y enfados entre quienes no dependen tanto de ellos, pero que saben que el coste de los cambios siempre lo acaban pagando las más vulnerables.
Por todo ello, es realista pensar que las derechas más o menos extremas pueden tener buena pesca en estos descontentos. Las diferencias de modelos y tamaños existen, pero la realidad es que todos ellos, especialmente los más pequeños y el medio rural en general, han sido ignorados durante años por todas las esferas políticas. Desde las posiciones de izquierda no ha habido propuestas contundentes que apoyen la defensa de lo pequeño y la transición hacia otros modelos. En los discursos progres más tradicionales que hablan de lucha obrera y/o de clases, se habla siempre pensando en lo urbano, en quienes viven y trabajan sobre el asfalto y rara vez en el medio rural que se sabe periférico. El campesinado no ha sido identificado como esencial en la lucha obrera, aunque sin él no pueda, literalmente, alimentarse. Esto deja la puerta abierta a quienes de repente miran hacia el medio rural, lo perciben como un lugar apto para su beneficio y sacan a pasear discursos que, aunque con más ruido que contenido, parecen atender a quienes nunca han sido atendidas.
En este punto también es importante recordar que más allá de los campos que se rebelan, hay personas en los campos que no tienen oportunidad para rebelarse y que no son nombradas ni visibilizadas en estas revueltas. El campo se está movilizando, salvo excepciones, en masculino singular o plural interesado. Las reivindicaciones hablan sobre todo del mercado. En las movilizaciones vemos muchas máquinas y pocas manos, menos aún manos jornaleras, vemos barbas y calvas principalmente blancas y pocas mujeres poniendo rostro, voz y necesidades a propuestas y reivindicaciones. Si bajo la mirada heteropatriarcal urbana la lucha obrera ignora a quien la alimenta, lo mismo sucede con el sector primario, que parece que obvia toda la ayuda familiar gratuita que hace que las cuentas cuadren, así como a las personas jornaleras que, bajo condiciones de semi-esclavitud en muchos casos, son imprescindibles para que la cadena siga funcionando. El centro del discurso parece seguir siendo cómo sostener el mercado y no cómo sostener la vida. Se sigue desatendiendo a las más desatendidas.
No se escucha estos días la pregunta de ¿quién nos alimentará? cuando es el gran interrogante. Si bien hay diferencias en los campos, en el sector primario sobran corporaciones, pero no sobran personas. En un sector marcado por el abandono y el envejecimiento, el reto es generar transiciones que puedan apoyar caminos hacia modelos más sostenibles, equitativos e ilusionantes, que puedan sostener y alimentar de manera justa a personas y planeta. Modelos que cierren ciclos y que no obvien que alimentarnos es parte del cuidado, fórmulas que estén basadas en la cooperación y no en modelos competitivos que se entretienen en culpar a las de más abajo en lugar de pelear contra quienes los ahogan desde arriba. Son necesarios modelos que se pregunten quién decide sobre nuestra alimentación, hablar de derechos, plantear la soberanía alimentaria, el derecho a decidir sobre nuestra alimentación con criterios de justicia social y medio ambiental, como paraguas bajo el que caminar. Las soluciones al cambio climático no vendrán de tecnologías energéticamente insostenibles, sino de mirar hacia la Tierra y construir convivencia entre sus necesidades y las nuestras. Toca diseñar políticas que acompañen esa transición, que sostengan de verdad. Vivimos un momento complicado, pero también de oportunidad. Oportunidad para ver que otros modelos no solo son posibles, sino que ya existen. Para ser conscientes de la interdependencia en el territorio y salir de la fantasía urbana de la autosuficiencia. Es urgente valorar y enfatizar la esencialidad de quienes alimentan al mundo y acompañar transiciones que sostengan la vida.