Existen razones para la protesta, el debate está en cómo llevarla a cabo sin diluirse en el ruido
Este enfoque es, en gran medida, el responsable de la situación que se vive actualmente. Priorizar la alimentación del mercado y no de la vida del planeta ha provocado que las políticas que rigen el sector primario se alejen de las necesidades de la tierra y de las personas, tanto de las que habitan el medio rural como de las que se alimentan de sus producciones. Se ha generado un marco en el que la agricultura, la ganadería y también la pesca no se entienden ligadas a un territorio, sino como actividades aisladas, desvinculadas de su esencialidad. Se han llegado a artificializar oficios íntimamente vinculados a la naturaleza, haciendo que algo que se desarrolló para generar energía hoy sea altamente deficitario de ella. Se ha llegado a normalizar que los alimentos que se producen desde un manejo ecológico, respetando la tierra, sin contaminar personas ni cuerpos, sean una excepción y no la norma. Este imaginario ha impregnado nuestra sociedad y a todos los eslabones de la cadena alimentaria, empezando por los campos y terminando por los hogares, hasta tal punto que se llama alimento a algunos objetos que no son más que un producto comestible, que no nos envenena de inmediato, pero que tampoco nos proporciona la nutrición que necesitamos. Y en los casos en que sí lo hace, se utiliza el término ‘superalimento’, alejándolo así de lo accesible y lo cotidiano.
Ese cambio necesita cómplices: las políticas públicas que lo sostienen. En este caso, la famosa PAC, que cada vez se aleja más del objetivo para el que fue creada, la seguridad alimentaria de Europa, en la medida en la que se ha adaptado totalmente a las necesidades del mercado global. Hoy las prioridades de la PAC son producir mucha cantidad y producir barato para poder ser competitivos en los mercados a gran escala, colocando la fe en ellos y sosteniendo negocios por encima del sostén de las vidas.
El problema no es que la política plantee reducir insumos, el problema es que pretende que el coste lo asuma un sector ya ahogado
Las ayudas de la PAC, aunque en el mejor de los casos (no siempre) las reciben personas agricultoras, van encaminadas a sostener a la industria, a que quienes producen puedan vender lo más barato posible para reforzar la competitividad de quienes distribuyen. Estas ayudas premian a las grandes extensiones, lo que ha obligado a que producciones pequeñas intenten ser cada vez más grandes, a la vez que premia más aún a las que ya lo eran. Se premia el tamaño, no la vida que pueda salir de los campos, en un ejercicio de ejecución patriarcal en toda regla. Estas políticas han convertido a producciones pequeñas en producciones medianas que quieren parecer grandes, pero este querer parecer no es gratuito. En la mayoría de los casos se consigue con muchas deudas y una dependencia de insumos externos muy difícil de mantener en contextos de crisis. Además, el mercado globalizado padece inestabilidades derivadas de los conflictos que se dan en distintas regiones del mundo, muchos de ellos vinculados al acceso a bienes como la tierra o el agua, y que se acrecientan con el cambio climático. Todo esto añade elementos a la tormenta perfecta que se vive estos días.
Por otro lado, hay más campo que el que aparece en los números de la PAC. Según el propio Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación, en el Estado español solo el 62% de las personas ocupadas en el sector primario lo hace de forma asalariada, el resto se engloba en la llamada “ayuda familiar” y no recibe salario por su trabajo. En ese segmento es donde hay muchas mujeres que trabajan codo con codo con los hombres en el campo sin estar reconocidas y sin poder acceder a ningún tipo de derechos. Además, hay otro grupo de población que sostiene la alimentación y que pocas veces se refleja en las estadísticas: son las personas trabajadoras del campo, las jornaleras, sin cuyas manos gran parte de esto no se podría sostener. Tanto en la ayuda familiar como en las personas jornaleras encontramos la parte invisible del sector más invisible. Estos días no dejamos de ver tractores, pero el campo, los campos, son mucho más. Las propias movilizaciones reproducen, en muchos casos, una matrioska de desigualdades y erigen a los tractores, conducidos por hombres en su mayoría, como símbolo que deja a muchas en la invisibilidad. La mayoría de los campos han sido invisibles durante mucho tiempo para derechas e izquierdas que, en el mejor de los casos, se han dirigido a ellos para sacar provecho, pero nunca para cuidarlos. Y esa dejadez produce heridas que no son fáciles de cicatrizar, porque, al fin y al cabo, hablamos de vidas y de personas.
La clave está en poder generar transiciones que ilusionen y generen modelos justos para personas y ecosistemas
En estas heridas son en las que algunas derechas, más o menos extremas, han decidido profundizar para poder sacar rédito. El barullo, el ruido, es su herramienta y para quienes nunca han podido ser oídos, sumarse al ruido es muy tentador. Estos días asistimos a esperpentos públicos en las pantallas, pero también, en lo menos público, a debates complejos entre las personas del sector sobre si salir o no salir a manifestarse por no querer ser relacionadas con determinados grupos. Incluso entre los sectores más vinculados a una visión campesina y de cuidado de la tierra, alejados de los eslóganes fáciles contra la ecología y las importaciones de terceros países, hay debates sobre cómo actuar. Existen razones para la protesta, el debate está en cómo llevarla a cabo sin diluirse en el ruido. A las producciones más pequeñas ligadas a modelos sostenibles, la burocracia les ahoga y las políticas les dan la espalda; a muchas medianas, las mismas políticas que les han dicho durante años que el modelo basado en insumos químicos era el adecuado, ahora, que están sumidas en una dependencia muy alta y que el cambio climático agrava sus problemas, les dicen que la dirección era incorrecta. El problema no es que la política plantee reducir insumos, algo necesario, el problema es que pretende que el coste de hacerlo lo asuma únicamente un sector ya ahogado, sin una mirada de proceso, de transición. Porque en la mirada de transición (o en su ausencia) está la clave. La PAC ha acompañado durante años la construcción de un modelo dependiente e insostenible y deshacer el camino requiere de acompañamiento y recursos para sostener a quienes puedan recorrerlo. No es sólo la producción, hacen falta políticas activas para reconstruir y relocalizar canales de distribución y consumo más justos para todas, así como visibilizar los intereses de la agroindustria en que pocas cosas cambien. Para muchas personas, estos mensajes llegan demasiado tarde. Hablamos de un sector en el que la media de edad es más próxima a los 60 años que a los 50 y cuyo relevo generacional pende de un hilo. La clave está en poder generar transiciones que ilusionen y generen modelos justos para personas y ecosistemas. Esas transiciones tendrán que confluir necesariamente con quienes ya producen en modelos basados en la agroecología y con el resto de los sectores que también deben transitar. Esto no es algo que incumbe solamente a “los del medio rural”, la alimentación nos interpela a todas y es de alimentación de lo que se está hablando. La respuesta a quién nos alimentará está en juego y no debe separarse de la de quién nos cuidará, porque cuando hablamos de una alimentación sana para personas y para ecosistemas, hablamos de cuidados, y no podremos estar cuidadas sin un medio rural vivo. La tierra, hasta hace poco ignorada e invisibilizada, también grita y hace que las costuras de este sistema alimentario extractivista y depredador sean cada vez más evidentes.
Nunca repetiremos suficiente que en el campo no sobran personas. Lo que sobran son intereses corporativos, lo que sobran son narrativas que ignoran las vidas de todas, humanos y ecosistemas; sobra ruido y barullo. Tampoco se trata de idealizar el medio rural, se trata de visibilizarlo, de ser conscientes de la interdependencia y ecodependencia, e incluso de redefinir narrativas como la agricultura familiar. Este concepto hoy en día puede servir para definir una escala (y no siempre), pero no será transformador si no se revisan las desigualdades que atraviesan las propias familias y se interioriza que es posible construir familias más allá de la consanguinidad, bajo modelos muy diversos. La diversidad es importante en esta transición, no solo la biodiversidad que se siembra y cuida en el campo, también la que se construye en los movimientos. La horquilla de diversidad que habita un movimiento es directamente proporcional al impacto que puede llegar a conseguir. Sin duda un reto importante, además de la tensión entre la urgencia y la necesidad de tiempo para abordar procesos, será convivir y acompañarnos en la transición, encontrar los puntos comunes bajo paraguas de justicia social y medioambiental, establecer límites y generar alianzas, marcando caminos compartidos para poder incidir y reclamar políticas que acompañen el camino hacia modelos más justos que nos sostengan a todas.
Isa Álvarez Vispo es hija y nieta de campesinas. Habitante del medio rural. Agroecóloga y activista por la soberanía alimentaria. Presidenta de la red URGENCI.